El patio

La paloma apareció en mitad del patio con un agujero que le atravesaba el cuello. “Una pedrada de esos malditos bestias” pensó mientras barría el cadáver y lo tiraba al cubo de basura, junto al confeti sucio y los farolillos rotos que ayer adornaban las fachadas del patio.
   Se secó el sudor del cuello con un trapo y lo guardó en el bolsillo derecho. Notó una gota que le recorría la espalda debajo del mono, y otra y otra y otra, una lluvia incesante, como si la prenda de ropa hubiera creado un invernadero en su propio cuerpo que solo generaba más calor y humedad. Caminaba despacio por el patio.
    Detrás de un árbol seco encontró un ratón del tamaño de su pulgar, con el cráneo aplastado y la cola estirada. Pisó con fuerza los gusanos que ansiosamente se acercaban al pobre animalillo. “Dejadle tranquilo”. Había algo amenazante en su cariñoso susurro.
Tenía sed. Un rayo de sol se le clavaba directamente en la nuca y le perseguía mientras barría. Los arbustos estaban secos, la tierra agrietada y en las comisuras de sus labios se acumulaba una baba espesa y blanca. Se acercó a la fuente vacía en medio del patio. Entre las grietas de la fuente asomaba el musgo que la falta de humedad había vuelto marrón y quebradizo. Escupió un salivazo denso, directo a una hormiga que escalaba por la piedra. La saliva resbaló muy lentamente y cayó en un agujero en la tierra. El agujero tenía un centímetro de diámetro y cierta profundidad, parecía un nido de serpiente.
    El barrendero hurgó con el palo de recoger hojas. Efectivamente, una culebra salió disparada y en cuestión de segundos se le metió por el pantalón. La culebra subía como loca por la pierna izquierda. Sintió la piel escamada del reptil trepar por su rodilla y trató inútilmente aplastarla con la mano, a través de la tela del pantalón. Si le picaba, estaba perdido. Metió la mano por la entrepierna, agarró al bicho por la cabeza, lo estrujó y, una vez fuera, comenzó a golpearlo, varias veces, contra la piedra de la fuente donde antes había escupido. Golpeaba con la fuerza del pánico y de la ira. Luego la lanzó lejos. Oyó su cuerpo chocar contra el muro que cercaba el patio.
   Volvió a remover la tierra del agujero con el palo. Dentro había un pequeño huevo gris con motas pardas. Levantó las cejas y sonrió torcidamente, como diciendo “lo sabía” pero sin abrir la boca, para no distraerse de su nuevo objetivo. Se agachó y cogió el huevecillo con dos dedos. Lo puso en la palma de la mano y cerró el puño. Fueron diez segundos. Cuando rompió aquella fina membrana que dentro del huevo cubría al feto, notó cómo el líquido amniótico resbalaba entre sus dedos. Recordó una sensación similar, cálida y protectora, de seguridad e inocencia plena… aquel agua templada abrazando su cuerpo de niño en los baños de los domingos de verano. Volvió a abrir la palma de la mano y, con los ojos llenos de lágrimas, se detuvo a contemplar el pequeño embrión de culebra sin vida.
Dejó que el animal cayera al suelo del patio, de aquel patio del infierno en el que la ternura y la crueldad eran inseparables, en el que se odiaban y se amaban porque era lo único que tenían, en el que el hombre luchaba hasta la muerte para luego renacer, y así constantemente.
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