“Mil cámaras velan por tu seguridad”. Esta frase le hace sentir aún más angustia.
Está de nuevo en el metro y vuelve a ver todo como por primera vez: huele a sudor concentrado, siente el aire caliente que se condensa, el maquillaje reblandecido en las sienes, el tacto pegajoso y frío de la barra metálica. Se sujeta para no perder el equilibrio. Su mano casi roza otra mano. Una mano fragmentada, sin cuerpo. Dos manos que se agarran a la barra para no caer.
Observa un punto fijo y atraviesa las miradas ausentes de los pasajeros. Piensa en qué pensarán ellos. Si sentirán la asfixiante observación de las cámaras, si también temerán que se derrita el maquillaje o que alguien les empuje y les tire al suelo. Piensa cuánto durará el viaje de metro.
De pronto un bebé llora. Grita a pleno pulmón. Y todos los viajeros se giran. Alguien podría pensar que están molestos por los llantos pero lo cierto es que, en realidad, tienen envidia. El bebé puede hacerlo. Grita, berrea, y parece que su lloro de hambre o sueño o cualquier necesidad humana básica supera por unos segundos el ruido mecánico, sordo e imparable del traqueteo del vagón de metro.