CCTV

“Mil cámaras velan por tu seguridad”. Esta frase le hace sentir aún más angustia.

Está de nuevo en el metro y vuelve a ver todo como por primera vez: huele a sudor concentrado, siente el aire caliente que se condensa, el maquillaje reblandecido en las sienes, el tacto pegajoso y frío de la barra metálica. Se sujeta para no perder el equilibrio. Su mano casi roza otra mano. Una mano fragmentada, sin cuerpo. Dos manos que se agarran a la barra para no caer.

Observa un punto fijo y atraviesa las miradas ausentes de los pasajeros. Piensa en qué pensarán ellos. Si sentirán la asfixiante observación de las cámaras, si también temerán que se derrita el maquillaje o que alguien les empuje y les tire al suelo. Piensa cuánto durará el viaje de metro.

De pronto un bebé llora. Grita a pleno pulmón. Y todos los viajeros se giran. Alguien podría pensar que están molestos por los llantos pero lo cierto es que, en realidad, tienen envidia. El bebé puede hacerlo. Grita, berrea, y parece que su lloro de hambre o sueño o cualquier necesidad humana básica supera por unos segundos el ruido mecánico, sordo e imparable del traqueteo del vagón de metro.

Cachorros

La perra tuvo cachorros en otoño, dio a luz en casa de Carmen. Tuvo varías crías y todas salieron bien, primero la cabeza y luego el resto del cuerpo. Ella iba lamiéndolas a medida que las veía aparecer. Temblaba.

Paula estaba detrás de la verja de la casa, con una muñeca en la mano, y miraba la escena desde la distancia.

-¿Cómo se van a llamar?

-Aún no lo sé, ve pensando algún nombre.

Carmen preparaba un barreño con agua en la cocina. Paula se acercaba al animal con pasos cortos, la mirada fija en la cría que se asomaba. Un par de cachorros mamaban con los ojos cerrados. La perra seguía temblando, parecía cansada.

Paula se agachó y se aproximó a su hocico.

-Si le tiro un palo, ¿correrá a por él como hace siempre?

-¡Aparta, no la toques! Ahora no puede jugar – gritó Carmen.

Paula se quedó quieta frente al animal, con gesto de asombro y pena.

-Todos nacemos así, es ley de vida. – Carmen puso el balde con agua en el suelo. – Y algún día, cuando tengas hijos, tú harás algo muy parecido.

La perra seguía lamiendo la piel de las crías. Paula respiraba profundamente y esperó a que Carmen volviera a entrar en la casa.

Cuando ya no podía verla, la niña cogió la muñeca por los tobillos, le dio un beso y la lanzó lo más lejos que pudo, más allá de la verja. Miró de nuevo al animal, que permaneció inmutable, con la mirada atenta a sus cachorros.

Diente de león

The dandelions are starting to bloom now in the garden.

Los dientes de león están empezando a florecer en el jardín.

Cuando viví en Inglaterra, Alisha me acogió en su casa durante unos meses a cambio de un alquiler semanal. Me cuidó como si fuera una nieta. Solía ir a su habitación, ella se tumbaba en la cama, charlábamos y tomábamos té. Nos gustaba hablar de cosas sencillas, de lo que habíamos hecho en el día y de qué íbamos a cocinar mañana; a veces me hablaba de sus hijos y sus nietos. Se reía de mí porque yo siempre acompañaba el té con tostadas untadas de mantequilla de cacahuete. Aún hoy, cuando han pasado siete años, me acuerdo de ella cada vez que huelo el curry.

Alisha lloró el día que me fui. Un tiempo después, me escribió una carta breve, solo algunas líneas, para decirme que todo iba bien. Terminó así: “the dandelions are starting to bloom now in the garden”. Aquella imagen de la naturaleza despertándose, del pequeño huerto con verduras y flores en la parte de atrás de la casa, trajo el llanto a deshora. Lloré entonces la despedida, con una nostalgia de flor viajera en un desfase de tiempo y espacio. La memoria enterrada florecía abruptamente dejándome con la carta en la mano, paralizada durante unos segundos.

En mi recuerdo, miré por la ventana hacia el jardín de aquella casa que no era mía pero sí lo fue – ¡sí, lo fue! – en todos esos meses. El hogar de tantas chicas lanzadas al aire, volando hasta allí desde todas las partes del mundo, como esporas impulsadas por un soplo de aire. Todas buscando, abriéndose paso en una ciudad desconocida y aterrizando en la casa con el jardín donde crecen los dientes de león, dandelion, abuelitos.

Cumpleaños

Llamó mamá. Quería vernos a las tres en casa el día de su cumpleaños: “me queda poco de vida, Laura”, “no sé si aguantaré otro año más, Sonia”, “quién sabe si volveremos a vernos, Bea”.

Como sucedía año tras año desde que nos fuimos de casa y la “abandonamos”, cada una contestó a su súplica: “no digas tonterías” – se rio Laura – “tienes ochenta años, es normal que te sientas vieja… claro, y el ataque al corazón… pero bueno, mujer, no hay que sacarlo de quicio”. Sonia usó el habitual reproche: “mamá solo quieres llamar la atención. Fue mi cumpleaños hace dos meses y ni siquiera me llamaste, se te olvidó. ¿Me pides ahora que cambie todos mis planes por ti?” Y yo, que jamás logré entender ese humor ácido de mi familia, rompí todo el encanto con el tono cansino de quien ha escuchado la misma broma doscientas veces: “sí, mamá, iré y te haremos la fiesta sorpresa como todos los años. Dejadlo ya, por favor, estas cosas no hacen gracia.”

Como sucedía año tras año, mamá se enfadó conmigo, me llamó sosa y rancia con voz lastimera, mientras servía un pedazo de pastel a Laura, a Sonia y a mí. Todas se reían. Así que, como en cada cumpleaños de mamá, me reí también.

París

Una silueta, una sombra, un sueño siempre deseado. París: el gran símbolo. Alejandra decidió de pronto tomar el avión, recorrer esa distancia entre la representación y la ciudad real, superar la diferencia de la escala de los mapas y los souvenires.

Fue de noche al Puente Nuevo, o al menos así lo recuerda. Le envolvía la bruma que se forma junto al Sena. Bruma de frío, piedra, historia, literatura e imágenes ya conocidas.

Qué gran búsqueda, encontrar París entre la niebla.

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Image

Technicolor

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– ¿Otra vez ese sueño?

– Sí, otra vez. El pueblo en la costa, las plantas amarillas y todo tan lejano…

– ¿Aparecía Hitchcock?

– No, pero yo sabía que estaba ahí en algún sitio esperándome.

– ¿Aparecía alguien más? ¿Alguna actriz?

– No. Solo el paisaje y yo corriendo hacia la imagen, como intentando entrar en la pantalla.

– ¿Llegabas a tocar la imagen?

– No. Solo corría y lloraba y estaba convencida de que Hitchcock estaba en una casa en ese pueblo. Tenía que encontrarlo.

– ¿Algún sonido?

– Creo que sí… Un ruido constante de algo que gira automáticamente. Un tren lejano o el ruido de una película que se está proyectando, cada vez más fuerte. Y yo corriendo. De pronto me veía a mí misma, en primer plano, con una mano extendida, el rostro angustiado. Un contrapicado. Corría y no avanzaba. Entonces todo se volvía teatral, falso.

– Respira, Grace… ¿Algún detalle más? ¿Colores?

– ¡Sí! ¡Yo estaba en blanco y negro! ¡En blanco y negro!

– ¿Qué significa eso? ¿Cómo te sientes al estar en blanco y negro?

– ¡Fuera de la imagen! ¡Estoy fuera y no puedo entrar! La imagen está coloreada y yo estoy en blanco y negro… – Grace Kelly comienza a sollozar. – Algo va a cambiar. Algo va a cambiar pronto y no podré hacer nada.

– ¿Amarillo?

– Envidia

– ¿Mar?

– Soledad

– ¿Cine?

– ¡Prohibido!

Grace Kelly llora angustiada y mira al doctor que toma notas en su cuaderno.

– Es una premonición, ¿verdad?

– Aún no podemos saberlo, Grace. No lo sabremos hasta el final de la película.

 

Alta sociedad

Había una señora de la alta sociedad que se había adjudicado la misión educativa de dar un golpecito rápido y firme en la mano derecha de su hija en público cuando en los cócteles la niña iba a tomar su cuarto canapé; también le gustaba sonreír aunque nadie la mirara, por si algún rico se cruzaba de pronto y advertía algo en su sonrisa – ese algo que acabara en matrimonio o líos de faldas o, “¡por favor! ¡cualquier cosa!” que la distrajera de su aburrida vida de madre-que-reprende-en-los-cócteles-de-la-alta-sociedad.

Distancia

El color que no existe se crea y se mueve en la distancia. Cuando te acercas, son solo rayas y finos trocitos de plástico que llegan a abrumar si pegas tu nariz al cuadro. Te alejas y todo parece más coherente pero indefinible. No me atrevería a decir de qué color es este cuadro de Cruz-Diez.

Así le pasaba a Verónica con ciertas personas. A veces no sabía decir qué le gustaba en concreto ni qué le desagraba, solo guardaba la impresión grabada de una sensación, un efecto de conjunto. Cuando intentaba acercarse y entender de qué estaba hecho el otro, cada raya, cada plastiquito que sobresalía del cuadro, le agobiaba. Conocer a alguien era una tarea agotadora. Tenía que forzar la vista, eliminar el efecto embriagador para ver cada rasgo del cuadro tal cual era. Entonces se alejaba. En la distancia todo parecía más armónico: “no sé qué es esto, pero todo está en orden”. Verónica, por tanto, siempre mantenía una distancia prudencial e iba mirando las cosas desde distintas perspectivas para explorar sus sensaciones, como los cuadros de colores variables de Cruz-Diez. Pero jamás se atrevía a mirar uno de cerca. Temía volverse loca. No entendía nada. El arte es otra cosa, se decía Verónica, no sé qué pero otra cosa, algo más que rayitas y trocitos de plástico.

Cruz Diez, Induction Chromatique serie Jorge Antonio A, 2011

Carlos Cruz – Diez. Hasta noviembre en la Galería Cayón, Madrid

24/03/2015

Madrid, lugar inesperado. Grata sorpresa a la que no acabo de acostumbrarme. Ciudad homogénea, sólida y donde los descubrimientos se hacen poco a poco.

Semana Santa: a primera hora de la tarde, las calles desiertas y las iglesias comienzan a llenarse para celebrar la Semana Santa. Dentro de la iglesia, señoras con joyas. Hombres bien vestidos. Niñas con lazos.

Fuera, después de los oficios, la gente empieza a agruparse en las calles donde pasará la procesión. Muchos quieren ver a la virgen.

Poco a poco, me voy alejando de la gente. Siguen a mi alrededor pero solo me fijo en algún anciano desprevenido, el hombre invisible de la Plaza Mayor. Prefiero – me llaman – los detalles de las fachadas, los cambios de luz del atardecer que se acerca, los primeros brotes de la primavera. Una sombra efímera en el cristal perfecto y pulido.

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De pronto, un árbol naranja en una calle mirándome de frente, como una pequeña llama encendida en mitad de la indiferencia buscando arder para llenarlo todo de luz. Mirándome y pidiéndome una foto. Obedezco.

Ahora ya en casa lo miro. Lo transformo. Lo miento. Para que lo veáis tan fugaz y tan iluminador como yo lo he visto en esa fracción de segundo.

arbol madrid semana santa

Porque de eso, de la búsqueda, la pasión, el descubrimiento y el chispazo de fuego, trata este oficio. Y el paseo y el camino.