Madrid, lugar inesperado. Grata sorpresa a la que no acabo de acostumbrarme. Ciudad homogénea, sólida y donde los descubrimientos se hacen poco a poco.
Semana Santa: a primera hora de la tarde, las calles desiertas y las iglesias comienzan a llenarse para celebrar la Semana Santa. Dentro de la iglesia, señoras con joyas. Hombres bien vestidos. Niñas con lazos.
Fuera, después de los oficios, la gente empieza a agruparse en las calles donde pasará la procesión. Muchos quieren ver a la virgen.
Poco a poco, me voy alejando de la gente. Siguen a mi alrededor pero solo me fijo en algún anciano desprevenido, el hombre invisible de la Plaza Mayor. Prefiero – me llaman – los detalles de las fachadas, los cambios de luz del atardecer que se acerca, los primeros brotes de la primavera. Una sombra efímera en el cristal perfecto y pulido.
De pronto, un árbol naranja en una calle mirándome de frente, como una pequeña llama encendida en mitad de la indiferencia buscando arder para llenarlo todo de luz. Mirándome y pidiéndome una foto. Obedezco.
Ahora ya en casa lo miro. Lo transformo. Lo miento. Para que lo veáis tan fugaz y tan iluminador como yo lo he visto en esa fracción de segundo.
Porque de eso, de la búsqueda, la pasión, el descubrimiento y el chispazo de fuego, trata este oficio. Y el paseo y el camino.