24/03/2015

Hoy salí a dar un paseo por Madrid. A pesar de los meses que pasan, sigue siendo un lugar inesperado donde siento que he aterrizado como por sorpresa. Grata sorpresa a la que no acabo de acostumbrarme. Ciudad homogénea, sólida y donde los descubrimientos se hacen poco a poco.

A primera hora de la tarde, las calles desiertas y las iglesias comienzan a llenarse para celebrar la Semana Santa. Dentro de la iglesia, señoras con joyas. Hombres bien vestidos. Niñas con lazos. Durante la misa, algunas lágrimas. No hago fotografías.

Fuera, después de los oficios, la gente empieza a agruparse en las calles donde pasará la procesión. Muchos quieren ver a la Virgen.

Poco a poco, me voy alejando de la gente. Siguen a mi alrededor pero solo me fijo en el folcore, algún anciano desprevenido, el hombre invisible de la Plaza Mayor. Prefiero – me llaman – los detalles de las fachadas, los cambios de luz del atardecer que se acerca, los primeros brotes de la primavera. Una sombra efímera en el cristal perfecto y pulido.

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De pronto, un árbol naranja en una calle mirándome de frente, como una pequeña llama encendida en mitad de la indiferencia buscando arder no para destruir, sino para llenarlo todo de luz. Mirándome y pidiéndome una foto. Obedezco.

Ahora ya en casa lo miro. Lo transformo. Lo literaturizo. Lo miento. Para que lo veáis tan fugaz y tan iluminador como yo lo he visto en esa fracción de segundo en la que hemos dialogado.

arbol madrid semana santa

Porque de eso, de la búsqueda y la pasión y el descubrimiento y el chispazo de fuego, trata este oficio. Y el paseo y el camino.

 

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