La perra tuvo cachorros en otoño, dio a luz en casa de Carmen. Tuvo varías crías y todas salieron bien, primero la cabeza y luego el resto del cuerpo. Ella iba lamiéndolas a medida que las veía aparecer. Temblaba.
Paula estaba detrás de la verja de la casa, con una muñeca en la mano, y miraba la escena desde la distancia.
-¿Cómo se van a llamar?
-Aún no lo sé, ve pensando algún nombre.
Carmen preparaba un barreño con agua en la cocina. Paula se acercaba al animal con pasos cortos, la mirada fija en la cría que se asomaba. Un par de cachorros mamaban con los ojos cerrados. La perra seguía temblando, parecía cansada.
Paula se agachó y se aproximó a su hocico.
-Si le tiro un palo, ¿correrá a por él como hace siempre?
-¡Aparta, no la toques! Ahora no puede jugar – gritó Carmen.
Paula se quedó quieta frente al animal, con gesto de asombro y pena.
-Todos nacemos así, es ley de vida. – Carmen puso el balde con agua en el suelo. – Y algún día, cuando tengas hijos, tú harás algo muy parecido.
La perra seguía lamiendo la piel de las crías. Paula respiraba profundamente y esperó a que Carmen volviera a entrar en la casa.
Cuando ya no podía verla, la niña cogió la muñeca por los tobillos, le dio un beso y la lanzó lo más lejos que pudo, más allá de la verja. Miró de nuevo al animal, que permaneció inmutable, con la mirada atenta a sus cachorros.