Codazos

Cuando un niño, comiendo uno de esos palitos de pan con pipas, se gira en el asiento del bus y te pregunta con lengua de trapo a bocajarro si tienes novio, es que la cosa va en serio.
He optado por el silencio y la sonrisa tierna.
Luego me ha preguntado si se me ha muerto alguien.
Sonrisa congelada y mirada de desconcierto.
Supongo que era porque iba de negro.
Su amiga le ha dado un codazo que intentaba ser discreto; el chico ha reaccionado rápido. “¿Cómo te llamas? Yo me llamo Luis.” Y después de intentar impresionarme mordisqueando con las paletas un palito de pan, a toda velocidad, como si fuera un ratoncillo hambriento, ha suspirado: “Marina, el amor de mi vida.” Otro codazo de la amiga. Amiga lista que luego cuchicheaba en la oreja del pobre romántico para que dijera más cosas y así seguir dando codazos.
Al ver que ni sus habilidades maxilares ni los ayes melancólicos acababan de conquistarme, se ha lanzado con el estribillo de “Tenía tanto que darte”, de Nena Daconte. En pleno autobús. A capella. Su abuela tirándole de la chaqueta. Y mi sonrisa, ante tanto despliegue de emociones, se ha vuelto desconfiada.
En esa espontánea declaración de amor, con preguntas inoportunas y migas de pan en las comisuras de los labios, ¿no había cierta ironía? ¿No era consciente ya desde un principio el chavalín de que en cinco paradas se acabó la historia, de que esto no iba a ninguna parte? ¿No estaba buscando una excusa para dar la brasa en el bus, que es lo que de verdad gusta a los niños, y no las señoras con gafas que visten de negro? ¿No era todo una farsa, divertida e ingenua, farsa?
Ajá.
Mi pretendiente grita de entusiasmo. Se rompe el hechizo. El conductor ha sacado la rampa y Luis – “Luigi en italiano”, había dicho el muy galán hacía dos minutos, – se queda absorto con la operación. La rampa sale automáticamente, se para en el suelo, sube una señora con silla de ruedas, vuelve a subir la rampa. El niño no aparta los ojos, embobado.
Nuevo codazo. “Pídele perdón. Dile que perdón por las molestias”, susurra la niña.
Luigi, el pequeño irónico, mirando de reojo por la ventana en busca de algo más interesante que yo misma o la recién descubierta y ya despreciada rampa, repite cuatro veces burlándose: “perdón, perdón, perdón, ¡perdón!”
No contesto. Sonrío, porque sé que todo era una broma y sé que él sabe que no me he enfadado en realidad.
Pero los dos también sabemos que hay que hacer caso a los mayores. Aunque son ellos los que no entienden, los que se empeñan en decir palabras que para nosotros no significan nada y quieren que las repitamos.

Los mayores, esas niñas dando codazos.
Advertisement

Leave a Reply

Fill in your details below or click an icon to log in:

WordPress.com Logo

You are commenting using your WordPress.com account. Log Out /  Change )

Twitter picture

You are commenting using your Twitter account. Log Out /  Change )

Facebook photo

You are commenting using your Facebook account. Log Out /  Change )

Connecting to %s