Cuando un escritor te posee, su voz se mete dentro de tus intestinos, su lenguaje se fusiona extrañamente con el tuyo y empiezas a mutar lentamente, hasta que la transformación se hace evidente, tan palpable que a tu alrededor lo notan y te miran como si te estuvieras convirtiendo en insecto, en cucaracha, en un parásito repugnante que encerrar en una habitación y al que pasarle pedazos de tarta de cumpleaños por debajo de la puerta.
Cuando eso sucede, y eres incapaz de huir del escritor que ya ha penetrado en ti, con su incomunicación, su soledad y su profunda tristeza de atardecer y árboles ceniza, entonces, lo único que queda es emborracharse.
Beber como una cuba, bailar claqué en la barra del bar y gritar “hijo mío, hijo mío, cuánto te he buscado” a cualquiera que pase. Emborracharse y entrar en la inauguración de una exposición donde proyectan un corto de un padre que quiere matar a su hijo con un hacha porque es un tronco. Y el bebé tronquito berrea en la cuna, su padre amenaza con el hacha y la mujer le suplica compasión. Es imposible ver esta escena, con cuatro cervezas y dos gin-tonics encima, y no reírte a carcajadas, dando pisotones en el suelo y retorciéndote por las paredes de la exposición, ante la atónita mirada del cantante de Manos de Topo, que toma un piscolabis con tu jefe.
Cuando estás borracha, en medio de la Metamorfosis con tu propia metamorfosis, solo una viejecilla puede salvarte. Una abuela de metro cincuenta con joroba (un metro sin ella), con el brazo torcido, que parece salida de un teatro de marionetas de principios de siglo XX y roba cacahuetes de las mesas. Se acerca y susurra: “después de todo, lo más correcto es largarse.” Abre la boca para carcajearse y puedo ver los restos de cacahuetes en sus muelas. Se parte de risa en silencio, sin emitir el mínimo sonido. Quizá sí está emitiendo sonidos y yo no la oigo, quizá la señora en realidad sea alta y esbelta, quizá no he vivido nada de lo que he vivido porque estaba poseída por el escritor. Pero no importa si es verdad o mentira, basta con sentirse pequeño y silencioso, como un diminuto bichito que se aleja tambaleándose por una esquina, con sonrisa bobalicona de borracho, pensando que no hay nada como asomarse al abismo de cuando en cuando para mantener la cordura.