Hay un llanto suave, calmado:
el del marinero al llegar a puerto,
el de la madre con la criatura en brazos.
Es un llanto tibio
no de dicha, sino refugio.
Un llanto silencioso donde las lágrimas
brotan; más bien riegan, nutren, alimentan
la vida.
Un llanto en el que nos reconocemos.
Solitario, nos mece
como las olas, como los brazos.
***
Hay lágrimas desesperadas
que arden y huyen de los ojos
iracundas, rabiosas, sangrantes
cuando nos han herido.
Cuando el cristal incide sobre la blanda carne,
la sangre acude para protegernos
y las lágrimas delatan nuestra debilidad.
Lágrimas ardientes,
gritos silenciosos de impotencia.
Lágrimas que desearíamos fuertes
y solo son gotitas de agua
– frágiles, escurridizas,
transparentes, nada.
Cuanto más ardiente este llanto
más desesperado está el corazón humano.
***
Hay un llanto de risa que se escapa
como si fuera demasiada la dicha,
como si el gozo
-“quizá ahora no es el momento”-
no debiera tener lugar.
Reímos aún así y nos miramos,
lloramos al vernos riendo al mismo tiempo.
Sabemos de pronto en ese instante, que el gozo es compartido.
No hay nada tan serio.
Una mirada cómplice
y estallamos en carcajadas,
hasta que el corazón pletórico no aguanta
y las lágrimas saltan expulsadas
de su continente, por exceso.
Uno siempre y solo llora así con otro.