Tres llantos

Hay un llanto suave, calmado:

el del marinero al llegar a puerto,

el de la madre con la criatura en brazos.

Es un llanto tibio

no de dicha, sino refugio.

Un llanto silencioso donde las lágrimas

brotan; más bien riegan, nutren, alimentan

la vida.

Un llanto en el que nos reconocemos.

Solitario, nos mece

como las olas, como los brazos.

***

Hay lágrimas desesperadas

que arden y huyen de los ojos

iracundas, rabiosas, sangrantes

cuando nos han herido.

Cuando el cristal incide sobre la blanda carne,

la sangre acude para protegernos

y las lágrimas delatan nuestra debilidad.

Lágrimas ardientes,

gritos silenciosos de impotencia.

Lágrimas que desearíamos fuertes

y solo son gotitas de agua

– frágiles, escurridizas,

transparentes, nada.

Cuanto más ardiente este llanto

más desesperado está el corazón humano.

***

Hay un llanto de risa que se escapa

como si fuera demasiada la dicha,

como si el gozo

-“quizá ahora no es el momento”-

no debiera tener lugar.

Reímos aún así y nos miramos,

lloramos al vernos riendo al mismo tiempo.

Sabemos de pronto en ese instante, que el gozo es compartido.

No hay nada tan serio.

Una mirada cómplice

y estallamos en carcajadas,

hasta que el corazón pletórico no aguanta

y las lágrimas saltan expulsadas

de su continente, por exceso.

Uno siempre y solo llora así con otro.

Ficción

Siento aún el hueco de tu presencia, una sombra a mi lado. Te escribo cartas con recuerdos inventados – tengo los cajones llenos – de esperanzas puestas en palabras. Tan detalladas que no distingo lo soñado de lo cierto. ¡Haz memoria! ¡Recuerda! ¡Estuviste aquí conmigo, en esta plaza, en este parque, en aquel café, en este país que los dos desconocemos! Tu presencia es una sombra aún tan densa que he llegado incluso, fíjate, a intentar tocarla.

Como un músico loco, anciano o sordo toca sobre el aire el instrumento que no tiene, supliendo la limitación de la vida con su mente enferma, así completo el futuro que faltó en nuestra historia.

Ficción. Este párrafo vuelve a ser otra carta sin respuesta guardada en el cajón (agujero negro) de la nostalgia, que golpea con puño certero. La realidad se tambalea, da dos pasos hacia atrás y cae de espaldas. Despierto del ensueño. Aquí tienen la sangre que brota de la herida.

Alta sociedad

Había una señora de la alta sociedad que se había adjudicado la misión educativa de dar un golpecito rápido y firme en la mano derecha de su hija en público cuando en los cócteles la niña iba a tomar su cuarto canapé; también le gustaba sonreír aunque nadie la mirara, por si algún rico se cruzaba de pronto y advertía algo en su sonrisa – ese algo que acabara en matrimonio o líos de faldas o, “¡por favor! ¡cualquier cosa!” que la distrajera de su aburrida vida de madre-que-reprende-en-los-cócteles-de-la-alta-sociedad.

Distancia

El color que no existe se crea y se mueve en la distancia. Cuando te acercas, son solo rayas y finos trocitos de plástico que llegan a abrumar si pegas tu nariz al cuadro. Te alejas y todo parece más coherente pero indefinible. No me atrevería a decir de qué color es este cuadro de Cruz-Diez.

Así le pasaba a Verónica con ciertas personas. A veces no sabía decir qué le gustaba en concreto ni qué le desagraba, solo guardaba la impresión grabada de una sensación, un efecto de conjunto. Cuando intentaba acercarse y entender de qué estaba hecho el otro, cada raya, cada plastiquito que sobresalía del cuadro, le agobiaba. Conocer a alguien era una tarea agotadora. Tenía que forzar la vista, eliminar el efecto embriagador para ver cada rasgo del cuadro tal cual era. Entonces se alejaba. En la distancia todo parecía más armónico: “no sé qué es esto, pero todo está en orden”. Verónica, por tanto, siempre mantenía una distancia prudencial e iba mirando las cosas desde distintas perspectivas para explorar sus sensaciones, como los cuadros de colores variables de Cruz-Diez. Pero jamás se atrevía a mirar uno de cerca. Temía volverse loca. No entendía nada. El arte es otra cosa, se decía Verónica, no sé qué pero otra cosa, algo más que rayitas y trocitos de plástico.

Cruz Diez, Induction Chromatique serie Jorge Antonio A, 2011

Carlos Cruz – Diez. Hasta noviembre en la Galería Cayón, Madrid

Cigarro

No hace falta que hagas nada.
Deja solo que mire cómo andas, cómo hablas, cómo fumas.
Cómo mi poesía se vuelve barata.
Tartamudeo, pierdo palabras igual que pierdo mecheros,
mecheros siempre prestados.
Son la excusa, como excusa son mis versos, para fumar contigo
otro silencioso cigarro.

24/03/2015

Madrid, lugar inesperado. Grata sorpresa a la que no acabo de acostumbrarme. Ciudad homogénea, sólida y donde los descubrimientos se hacen poco a poco.

Semana Santa: a primera hora de la tarde, las calles desiertas y las iglesias comienzan a llenarse para celebrar la Semana Santa. Dentro de la iglesia, señoras con joyas. Hombres bien vestidos. Niñas con lazos.

Fuera, después de los oficios, la gente empieza a agruparse en las calles donde pasará la procesión. Muchos quieren ver a la virgen.

Poco a poco, me voy alejando de la gente. Siguen a mi alrededor pero solo me fijo en algún anciano desprevenido, el hombre invisible de la Plaza Mayor. Prefiero – me llaman – los detalles de las fachadas, los cambios de luz del atardecer que se acerca, los primeros brotes de la primavera. Una sombra efímera en el cristal perfecto y pulido.

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De pronto, un árbol naranja en una calle mirándome de frente, como una pequeña llama encendida en mitad de la indiferencia buscando arder para llenarlo todo de luz. Mirándome y pidiéndome una foto. Obedezco.

Ahora ya en casa lo miro. Lo transformo. Lo miento. Para que lo veáis tan fugaz y tan iluminador como yo lo he visto en esa fracción de segundo.

arbol madrid semana santa

Porque de eso, de la búsqueda, la pasión, el descubrimiento y el chispazo de fuego, trata este oficio. Y el paseo y el camino.