relatos
El patio
Dejó que el animal cayera al suelo del patio, de aquel patio del infierno en el que la ternura y la crueldad eran inseparables, en el que se odiaban y se amaban porque era lo único que tenían, en el que el hombre luchaba hasta la muerte para luego renacer, y así constantemente.
Portland St/Chorlton St
Me fascinan los autobuses urbanos.

Cicatrices
Todo el mundo buscaba refugio desesperadamente, corrían como locos protegiéndose con sus paraguas rotos. Cuando dos miradas casuales se cruzaban, el sentimiento de desamparo se hacía más profundo. Ver los ojos del otro era asomarse a las grietas de un mundo que, horas antes, de tan artificial parecía tan seguro.
Las miradas ya no eran puentes sino abismos entre los hombres.
Aquel día fue muy largo y nadie pudo decir nada. Aquel fue el día de los marginados, de los que gritan y gruñen y hieren con palabras certeras, duras gotas de agua, lágrimas que queman. Aquel día solo sobrevivieron los gitanos, con sus lamentos, sus palmadas, su piel recia, sus miradas toscas. El cielo se abría en dos y dividía la tierra entre los que sienten y los que entienden. Aquel día brotó el aullido sincero del excluido, que escupió sobre el rostro ficticio de la ciudad perfecta.
Los hombres, las casas, los árboles, las palomas, los cementerios, quedaron como estatuas de lodo quebradizo, cicatrices palpitantes de una ciudad herida, pero aún viva.
Señor, ten piedad
Ardillas
Mi trabajo consistía en recordarle que fuera al baño de cuando en cuando, atarle los cordones de los zapatos y salir con ella de paseo. Había días en que estaba de que sí y otros en que estaba de que no, pero la mayoría de veces tenía las dos actitudes al mismo tiempo y cambiaba de opinión cada veinte minutos. Le decía “mira, Pat, qué sol y qué cielo, vamos un rato al parque” y ella sacudía la cabeza – una cabeza pequeñita cubierta con pelo blanco y muy liso. Si yo insistía, se enfadaba, fruncía el ceño, golpeaba con el pie izquierdo en el suelo, como una niña chica. Entonces no había nada que hacer, salvo esperar y dejar que fuera a su aire por la casa: Pat sacaba los paraguas y los colgaba en el perchero, se ponía un guante en la mano derecha, buscaba una vieja pipa y la llenaba con café molido y se la colgaba del labio inferior (yo escondía las cerillas), abría los cajones de la cocina y mezclaba los trapos con las cucharas y los salvamanteles con las pinzas de ropa. Cuando se sentaba, agotada, en el sofá, tiraba el guante. Yo lo recogía del suelo y le decía con voz de sorpresa “¿qué hace este guante ahí? ¿quién lo habrá tirado? Por cierto, hablando de guantes, ¿no querrás ir a dar un paseo?” Pat pestañeaba un par de veces, intentaba reconocerme y, quizá, establecer alguna relación – imposible – entre el guante y el paseo. Volvía a pestañear, sonreía y decía que por supuesto. Luego preguntaba un poco inquieta: “¿no llegaremos tarde?”
Conseguimos comunicarnos perfectamente. Porque después de tanto tiempo, pude entender que cada segundo en la vida de Pat era presente, que para ella solo existía el ahora. A veces volvían ciertos recuerdos del pasado, la sombra de alguien que estuvo en tal sitio o dijo tal cosa. Nada que la uniera consigo misma ni diera ninguna consistencia a su propia historia. El olvido la hizo ligera y la permitió vivir en un continuo despertar.
Observaba todo como por primera vez, saludaba a los paseantes que nos encontrábamos de camino a Fletcher Moss Gardens y acariciaba a los perros con gran ternura mientras les decía “eres un buen chico, mira qué pelo tan bonito tienes”. Los animales movían la cola e intentaban lamer su mano o, de un salto, le ponían las patas delanteras sobre las rodillas. Como aquellos dos chow chow enormes que al día siguiente tenían que ir al veterinario porque habían cogido un virus. Cuando la dueña nos dijo que igual tenían que pinchar a los pobres bichos, a Pat se le humedecieron los ojos, se agachó y les susurró algo en el oído que ni la desconcertada dueña ni yo pudimos escuchar.
En el parque, caminaba a toda prisa hasta llegar al lago donde dábamos mendrugos de pan seco a los patos. Pat odiaba cuando las gaviotas carroñeras les robaban la comida y siempre intentaba llegar antes que ellas. Si no, trataba de echarlas haciendo aspavientos con la mano mientras decía con la voz rota de rabia y de pena: “egoístas, esto no es para vosotras. Vosotras podéis volar y los patos no”.

Sin embargo, creo que sus animales favoritos eran las ardillas rojas de cola larga que saltan de árbol en árbol y huyen de los humanos. Antes de conocer a Pat, las ardillas me parecían desconfiadas y hurañas, de mente retorcida e intenciones mezquinas, pensando únicamente en roer su comida y trepando por los troncos de los árboles para ocultarse – las muy cobardes – entre las hojas, donde nadie pudiera acceder a ellas ni pedirles cuentas de sus hurtos ni conocerlas verdaderamente. Cada vez que una de estas ardillas se cruzaba en nuestro camino o se asomaba detrás de un seto, yo fruncía el ceño. Igualita que Pat cuando se enfadaba. Ella, al contrario, si veía saltar una ardilla, abría los ojos con emoción, se paraba en seco y contenía un grito de asombro: “mira esa ardilla, mira esa ardilla”. Se conmovía y sonreía con una felicidad agradecida. Como si el destino le hubiera regalado la oportunidad de ver algo irrepetible, maravilloso y fugaz. Me parecía que, para Pat, las ardillas eran tan hermosas y tan efímeras como aquellos fragmentos de pasado que a veces asaltaban su memoria.
Al cabo de un tiempo dejé el trabajo, Fletcher Moss Gardens y a Pat, pero no pude dejar las ardillas rojas de cola larga. Me las llevé tan dentro que a veces, por la noche, en esa duermevela que no se sabe si es sueño o recuerdo, intento acercarme sigilosamente a ellas para no asustarlas y les susurro al oído: “si Pat pregunta por mí, decidle que estoy aún buscando el guante, decidle que llego tarde.”
Todo a un ebro
Si hay algo que un mirandés echa de menos cuando se encuentra en la gran urbe, además de las fiestas de San Juan del Monte y la droga siempre a mano, es el mercadillo. Ese lugar en el que todo cuesta entre uno y diez euros y donde cada cinco minutos te encontrarás con una señora (¿cómo no la conoces, hija? ¡Si es Pili / Toñi / Mari / Feli de toda la vida!) que dirá “hay que ver, yo te conocí cuando eras así” y poniendo la mano a la altura de la rodilla, esa rodilla que le da tanta guerra, repetirá: “así de alta eras”. Sí, hay días en que esas cosas se echan de menos. Especialmente cuando necesitas zapatos baratos. Así que, siendo sábado por la mañana, como manda la tradición, fui a Mercat dels Encants.
Sin despreciar el mercadillo mirandés de mi infancia, puedo decir que este sitio es increíble: montañas de libros por un euro, discos de vinilo para los que usan Spotify pero quieren aparentar, muebles en buen estado, ropa, bolsos, álbumes, máquinas de todo tipo (fotografía, vídeo, aparatos científicos a los que la gente de letras conocemos por su genérico “microscopio”)… todo está en venta. Incluso diría que, por un par de duros, puedes llevarte alguno de esos hombres viejos de barba blanca, aborígenes de los mercadillos, para hacer que tu salón sea cien por cien vintage.
También ayer leí un cuento de Jorge Luis Borges que se titula “La otra muerte”. Cuenta cómo un tipo intenta descubrir cómo murió un tal Pedro Damián durante la guerra, si como héroe o como cobarde. En su labor de reconstruir la historia acude a quienes le conocieron. En realidad es un relato sobre la memoria, la búsqueda de la verdad, lo que sabemos y lo que creemos saber. En un momento dado, uno de los compañeros de Pedro Damián cuenta sus recuerdos sobre él, y el autor escribe: “lo hizo (hablar de lo que pasó) con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos”.
Me sorprende esta frase, me fascina, porque refleja esa sensación frustrante de cómo las historias, que parecen el mejor arma para retener la vida, pueden también asesinarla: a veces contamos algo tantas veces que los recuerdos se convierten en un hueco entre nuestras palabras y la realidad. Si siempre utilizamos las mismas palabras para contar las mismas cosas, especialmente aquellas importantes, podemos acabar haciendo ficción de nuestra propia existencia. Esto lo saben quienes escriben. Es el peligro de empaquetar memorias, congelar lo sucedido y no atrevernos a recrear el pasado para así volver a la esencia de los recuerdos. Nos quedamos en la superficie de las palabras y hacemos que estas remitan al vacío.

Escribió el cineasta Pier Paolo Pasolini: “lo que sobre todo cuenta es la lucidez crítica que echa abajo las palabras y las convenciones, y va hasta el fondo de las cosas, hasta su secreta e inalienable verdad”. A veces, la labor más creativa y más difícil es la de contar nuestra propia historia. Por eso, cuando una pasea por un mercadillo como el de Encants, ve la superficie de los recuerdos sin saber a qué se refieren. Cada objeto se transforma en una palabra detenida por el tiempo, abandonada en un momento de su existencia, cuyo significado desconocemos y a la que, por tanto, podemos atribuir nuestros propios recuerdos, dotándola de un nuevo sentido.
Una palabra sin historia. Una palabra, diría Borges, detrás de la que casi no quedan recuerdos.
Una palabra que puede comprarse por solo un ebro, señora. Y si se lleva dos, lo dejo a la mitad, que estamos tirando la casa por la ventana.”



